martes, 9 de junio de 2009

Dos conceptos de federalismo




Oscar Reyes Matute


I.- Democracias

La democracia, cono todo concepto con larga trayectoria histórica, tiende a cambiar sus significados y la manera en que la percibimos dependiendo del lugar, la época y el entorno. Por tal razón usualmente preferimos hablar de democracias en plural –siguiendo a David Held- en vez de proponer que exista una sola democracia esencial y modélica, transhistórica. El sistema ateniense que acuñó el término significaba literalmente “gobierno del pueblo”. Pero pueblo significaba varones adultos, atenienses por los cuatro costados, y preferiblemente ajenos a cualquier trabajo manual. Era una oligarquía amplia, que excluía a las mujeres, los extranjeros, los artesanos y pescadores, los hijos de atenienses con extranjero, por lo que “el pueblo” estaba constituido por unos 20.000 ciudadanos –de una población que pudo haber sido de 60.000 habitantes- de los cuales usualmente participaban en la asamblea unos 4.000.
La “democracia” ateniense fue un caso minoritario, excepcional en la historia antigua y, luego de desaparecer, los otros sistemas que coexistieron con ella se impusieron de tal forma que se pensó que aquélla había sido una especie de accidente irrepetible, y que las formas “naturales” de la organización política humana tendían a ser más bien autoritarias como el imperio bien ordenado, el sultanato o las monarquías absolutas siempre que controlaran el caos, el desorden público y la corrupción de las instituciones. Sin embargo, el mito y el recuerdo –tergiversado la más de las veces- de la democracia que alguna vez imperó en Atenas, permaneció en letargo y se transmitió a través de los pensadores políticos de los siglos posteriores. La democracia era un bello sueño, pero los filósofos políticos realistas pensaban que había sido posible sólo debido a las dimensiones de Atenas y a su peculiar cultura racionalista: a nadie con dos dedos de frente le parecía posible que la democracia ateniense pudiera revivirse en países como Francia, España o Inglaterra en los inicios de la Modernidad. Las asambleas atenienses donde todo lo público era decidido por votación, aclamación o sorteo, no eran viables en Estados nacionales con dimensiones gigantescas –comparados con Ática- y con millones de habitantes que además pasaban agotadoras jornadas diarias en el campo o el taller artesanal y que por ende no eran caballeros libres, aristói, como los que integraban el démos en Atenas, quienes tenían mano de obra esclava y podían dedicarse a la política sin trabajar. Una solución fue el sistema representativo inglés, en que los ciudadanos con derechos políticos –que tampoco eran todo el mundo sino una parte de la sociedad, varones, con cualidades como pagar impuestos- elegían representantes a la cámara baja, de los comunes, que en teoría defendía sus intereses y los del colectivo de la nación. Ese sistema, evolucionado e hibridado, es el que en la actualidad campea en la mayoría de las democracias del mundo, porque es bastante sensato: la participación directa, diaria y continua de los ciudadanos ejerciendo labores de gobierno puede aún ser un bello ensueño, pero pareciera que hasta ahora la experiencia sigue mostrando que eso no es posible porque los ciudadanos tienen que trabajar muchas horas al día para alcanzar el mínimo de sus requerimientos materiales, individuales, familiares y sociales, razón por la cual la política aún conserva mucho de su carácter moderno de “trabajo especializado” como lo describiría Max Weber en El Científico y el Político. Ello no quiere decir que la democracia representativa misma no haya evolucionado, que no haya incorporado instituciones de la democracia directa de los antiguos o aportes más recientes: los referendos, el trabajo de los testigos de mesa, los jurados, las instancias de consulta y control ciudadano son ejemplos de ello. De manera que quienes aún plantean una supuesta dicotomía irresoluble entre la democracia de los antiguos y la de los modernos, entre la directa y la representativa huelen a jacobinos, es decir, son enemigos de la democracia en nombre de una supuesta democracia más vinculada con el pueblo y con la cuestión social. Es algo similar al capitalismo: el capitalismo que vio Marx en el siglo XIX no se reconocería en las instituciones económicas o de control estatal y multilateral en que hoy se desenvuelven una producción, un comercio y unas finanzas tan altamente tecnificadas y digitalizadas. Igualmente, las democracias actuales son híbridos muy complejos, en constante evolución, que no responden a mapas fijos, a cartillas dogmáticas ni a predicciones astrológico-revolucionarias porque el cambio en las sociedades es algo imposible de predecir.
Un problema adicional que vivieron los constructores de las democracias modernas fue: ¿cómo sostener una democracia allí donde hay no sólo una nación sino varias, distintos pueblos que se mantienen unidos por ciertos lazos de interés comunes? ¿Qué sistema se puede edificar en el cual los estados fundantes sientan que mantienen sus prerrogativas individuales y ganan en fuerza de defensa, bienestar y cohesión interna a partir de formar parte de un colectivo mayor, más fuerte, que no es simplemente una sumatoria de las partes? La respuesta fue: Federalismo.

II.- Federalismo de USA

Aunque algunos politólogos eurocentristas se niegan aceptar que haya algo digno de ver en el sistema norteamericano –probablemente porque se tiende a rechazar lo que no se entiende- y siguen enseñando la idea de que el federalismo se encarna en los lander alemanes o en las regiones de la confederación helvética, con un fracaso estruendoso en la ex–Yugoslavia, lo cierto es que el proyecto federal más exitoso que conocemos hasta ahora es el norteamericano. Al nacer la Unión, se juntaron 13 naciones ya consolidadas con el fin de resguardar su seguridad y para garantizarse ellos y sus descendientes las libertades políticas necesarias para la búsqueda de la felicidad. En este caso, los estados se unen paritariamente, 1 a 1, y esta representación federal se ejerce en la cámara del senado, donde son electos dos senadores por estado, independientemente de su población, sea éste minúsculo como Rhode Island o populoso como California: imagine el lector la diferencia poblacional entre Delta Amacuro y Miranda. En la cámara baja (diputados o representantes) se representan los circuitos electorales, constituidos por circunscripciones que tengan determinado número de habitantes. Como en la cámara baja los estados superpoblados tienen ventaja en cuanto al número de diputados, esto puede traer injustas consecuencias, como presupuestos no equitativos o decisiones que benefician a los grandes pero perjudican a los pequeños. Justamente, corregir estos desbalances es una de las labores fundamentales de la cámara federal, del senado.
En el caso de USA casi toda la legislación es residual, es decir, la Constitución de 7 artículos, una Bill of Right de 10 artículos, y 27 enmiendas a lo largo de 200 años, provee un marco general sólido para el sistema político y sugiere qué instancias deben actuar en caso de desequilibrio, sin prescribir recetas de qué debería hacerse, porque eso corresponde a los políticos en cada caso y en cada época. Lo que no está escrito en la constitución queda en manos de los estados (residual) que tienen constituciones estadales, impuestos, leyes y sistemas que varían a veces notablemente de una región a otra; por ejemplo, en Texas existe la pena de muerte, no así en Nueva York, y sólo las dos cámaras estadales (senado y representantes de NY o Texas) puede modificar tales leyes, que también pueden ser impulsadas mediante referéndum popular. En cada elección de gobernadores, alcaldes o lo que sea, usualmente se cuelan como colaterales referendos en los que se pregunta a los ciudadanos sobre cualquier cosa, desde el matrimonio gay hasta la manipulación del genoma humano. Este sistema quiere lograr un equilibrio entre la seguridad y la libertad, entre la fortaleza defensiva y la independencia: un equilibrio entre el centro y las regiones. Es un sistema que desde su partida de nacimiento –la Constitución de 1789- nació descentralizado.
Este es un federalismo pues, destinado a logra un sistema político de equilibrio, de check and balances, nunca fue concebido para acabar con el hambre o la desigualdad social, simplemente porque en USA nunca existió la miseria extrema que sí conocieron los franceses, los jacobinos, los miserables que en algún momento retrató Víctor Hugo y que al apoderarse de su revolución decidieron que la mejor manera de equilibrar la sociedad era cortándole la cabeza a la nobleza y a los contrarrevolucionarios con el invento del señor Guillotine. No es que no hubiera blancos pobres y negros esclavos: pero aun éstos podían comer y sobrevivir sin tener que recorrer las ciudades en jaurías famélicas como las que pululaban en París o Londres. El Federalismo de USA fue un inspirado modelo que los framers de la Constitución construyeron (mucho antes de la Revolución Francesa) para instituir la libertad (institutio libertatis): el hambre se derrotaba no con la guillotina, el campo de concentración o la persecución ideológica sino con granjas productivas, talleres industriosos, tecnología, educación a todos los niveles, ferrocarriles, electricidad, todo esto asequible a las grandes mayorías y no simplemente en manos de una minoría que se autonombrara “clase superior”.

III.- Los dos federalismos venezolanos

El primer federalismo venezolano fue de inspiración norteamericana. Nuestra Constitución de 1811 es idéntica en su preámbulo a la de Philadelphia. Se buscaba instituir la libertad para “nos el pueblo de los estados de Venezuela” (= we the people of the United States) y para nuestros descendientes. Nuestros jóvenes próceres se inspiraron leyendo (mal por cierto) a Montesquieu, a Jefferson y Madison, y pensaron que copiar una buena institución automáticamente haría funcionar de manera ordenada una sociedad (seguimos repitiendo ese error voluntarista pero de manera más grave, copiando instituciones fracasadas en el siglo XX) porque los hombres son “buenos” y con buenas instituciones pueden desplegar tal bondad. Fu un craso error asumir el modelo norteamericano pero con una antropología optimista (el hombre es un ser bueno por naturaleza) del tipo Rousseau, a quien con justicia Isaiah Berlin clasifica entre los filósofos traidores a la libertad. Es un error reflexivo típico; “yo soy bueno, excelente, estoy haciendo esta revolución que es buena y excelente, para todo un pueblo que es bueno y excelente pero que aún no ha desarrollado plenamente tal potencialidad por los abusos de los españoles. Quien no nos siga no es bueno ni excelente…” etc. Cuando se dieron cuenta de que no éramos todos buenos y excelentes, que la mayoría aún se sentía vinculada con las instituciones de España y con sus caudillos populares como Morillo o Boves, nuestros próceres recurrieron a la limpieza étnica: el decreto de guerra a muerte.
Los señoritos criollos no leyeron claramente el paper # 10 de El Federalista donde Madison advierte: “Si fuéramos ángeles no necesitaríamos gobiernos…” es decir, los norteamericanos estaban conscientes de que ninguno de ellos estaba libre de la tentación del abuso del poder, y por ello se propusieron establecer un régimen que estuviera preparado para controlar esas tendencias egoístas tan usuales en el ser humano: o sea, en vez de Rousseau, Odiseo.
Era difícil que la gran mayoría venezolana se sintiera atraída por los jóvenes patriotas: muchos de estos criollos eran altaneros, soberbios, egoístas miopes, y sus familias habían maltratado durante años tanto a los mestizos (las coincidencias con cierta clase media actual es simple genética social) así como a los españoles recién llegados, como bien lo padeció en carne propia el panadero canario padre de Francisco de Miranda, y como relata muy bien cualquier libro de Herrera Luque o de Laureano Vallenilla Lanz.
Por ello no pudieron cooptar para la independencia grandes contingentes, como sí lo lograron Morillo, Boves, Piar y posteriormente Páez, amados por la peonada, por los hombres de la planicie, como los describe con agudeza Sarmiento en Facundo.
La peonada no entendía de instituciones ni de democracia, quería igualdad, quería tierras, y por ello nuestra Independencia rápidamente se transformó en una guerra civil, de pardos contra blancos criollos, de pobres contra ricos. Nuestra Independencia se transformó en una revolución centrada en lo social, a pesar de las proclamas republicanas y los discursos de los generales vencedores. Tanto es así que al sentir que no se cumplían los pactos de reparto de tierras luego de la guerra de Independencia, la violencia quedó latente y estalló en la guerra federal, que tampoco fue una guerra de la provincia contra el centro, sino la pospuesta revancha jacobina de los pobres contra los ricos, encarnada en consignas del tipo “muerte a todo el que sepa leer y escribir.”
Lo curioso es que siendo los pobres mayoría, había pobres en ambos bandos, como ocurrió también durante la independencia, o como ocurre actualmente, cuando la condición popular no puede ser reivindicada como exclusiva por ninguno de los dos grandes sectores en pugna. Pobres contra ricos significaba pobres en plan de tomar el poder contra pobres en plan de defender el viejo statu quo –una falsa conciencia de clase, diría Marx- liderados todos por gente que no era pobre, pues ni los dirigentes monárquicos ni los independentistas, ni los centralistas ni los federalistas eran precisamente pobres e iletrados; hasta el mismo Zamora fue pulpero en Villa de Cura y poseía esclavos, para liberar a los cuales exigía una jugosa indemnización al gobierno. Esta última acepción del federalismo es la que domina en el pensamiento político vulgarizado desde los foros del gobierno actualmente. En realidad, habría que decir que toda su política se ha reducido a esta visión: la presupuesta eterna guerra venezolana de pobres contra ricos, a la cuestión social. Cuando pensamos en la federación pensamos en las tropas de Zamora el toque del clarín derrotando a las brigadas del godo malandrín y en oligarcas temblad, ¡Viva la libertad! Pero el federalismo nació como un sistema político para organizar a un grupo de estados que se unen por intereses e identidad común, es decir, el primer federalismo es político y el segundo quiere ser social.
Nada explica mejor esta antinomia que los argumentos de una constituyente en el año 99 para eliminar el senado, que según ella se trataba de un antro de corrupción que le iba a costar al país muchos recursos. Los expertos constitucionalistas le explicaron que en el prólogo de la Constitución se declaraba a Venezuela como un estado federal descentralizado, y que el senado era la cámara donde debatían los estados en paridad 1 a 1. La diputada no entendía de política: para ella –que estudió por cierto en una universidad católica para gente adinerada en los Andes- lo que contaba era lo social, que no le robaran el dinero al pueblo.
Cuando una revolución se justifica en lo social y triunfa, una clase social es sustituida por otra, que se convierte en una nueva oligarquía casi siempre con tendencias tiránicas: esta es la lección del jacobinismo según Hannah Arendt en On Revolution. En las revoluciones políticas, una generación política puede suceder a otra sin necesidad de exterminarla con decretos de guerra a muerte como el de Bolívar: y sus próceres, imitando a Cincinato, pueden luego de dos períodos en el poder retirarse a su granja en Mont Vernnon como hizo Washington, pero de verdad, no con promesas de un chichorro a orillas del Apure con un patio sembrado de topochos que nunca va a llegar, porque salvo el doctor Vargas y Carlos Andrés Pérez en nuestro país sólo los tontos entregan el poder sin patalear: y si lo entregan pasan el resto de sus vida rumiando el retorno o conjurando venganzas contra los enemigos políticos que no pudieron liquidar mientras estaban en Miraflores, donde, lamentablemente, a veces había que trabajar y donde los llevacafé encargados de las venganzas no hacían el trabajo sucio como debía esperarse de las gordas coimas que cobraban, bochinche siempre bochinche, hasta para jugar a la venganza.
Eliminamos el senado, siendo un estado federal descentralizado; debilitamos la descentralización a pesar de que la constitución del 99 abrió algunos canales interesantes de acción no centralista, que nunca se cumplieron porque lo urgente (lo que diga el jefe o lo que esté vibrando en los medios) siempre se impone a lo importante. La descentralización, que es una forma de dividir el poder y democratizarlo entre las regiones y la capital, no pudo ser soportada en el momento en que sus instituciones se comenzaron a interponer ante el proyecto de país del actual proceso, con toda una serie de gobernadores y alcaldes opositores que desde sus espacios regionales y locales no sólo se oponían sino que se atrevían a hacer una política distinta, eficiente, que mostraba sobre la realidad que sí se puede: este slogan por cierto no es un invento de Obama ni de la Polar, sino del MAS en los 70, un himno voluntarista con música de Mikis Teodorakis, el mismo de la película Zorba el Griego, que cantábamos en las marchas en los 70.
Así que es comprensible por qué mucha gente cuando le hablan de federalismo retrocede, pensando en la versión Pancho Villa-Zamorana. Pero ese no es el único federalismo, sino uno pervertido, jacobino, que terminó traicionando la libertad, como era predecible. El otro federalismo, el político, sigue teniendo vigencia como modelo para Venezuela, está consagrado en la Constitución, y es parte de la discusión que el país debe sostener en los tiempos que vienen, parándole un 20% a lo trascendental y dejando el 80% para lo urgente que el colosal oponente nos impone en sus alocuciones diarias.
Al menos ya se anuncia un Congreso Federal a efectuarse en el Zulia dentro de algunos meses y se intenta revivir una mesa democrática para coordinar a la oposición, aunque el tema central hasta ahora ha sido la tarjeta única, algo parecido al PUSV, pues, no aprendemos nada. Pero algo es algo, y hay que seguir adelante.

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