lunes, 15 de octubre de 2007

El quórum, estúpido, el quórum...




Oscar Reyes *

1.- El optimismo
Las democracias y las revoluciones que nacen del optimismo suelen terminar de manera catastrófica. Creo que ello ocurre en buena medida porque se hace una apuesta por una supuesta bondad innata y absoluta del género humano –el Buen Salvaje de Rousseau- y a partir de allí se proponen sistemas políticos y constituciones que presuponen que todos los ciudadanos se comportarán de manera virtuosa en el futuro si se cambia el estado de las cosas malas del presente. Aclaro, en primer lugar, que entiendo aquí la virtud no en el sentido familiar o personal: me refiero a la virtud pública que implica compromiso de los ciudadanos con el destino de la nación, es decir, hablo de una virtud republicana como la describe Montesquieu en El Espíritu de las leyes.
Lo curioso y lo trágico de las revoluciones optimistas es que para ellas el pasado de iniquidades, corrupción, brutalidades, guerras, asesinatos y traiciones no importa ni es un referente que llame a la precaución: el mundo recomienza a partir del momento sublime en que un líder revolucionario o ‘el pueblo’ levantan la cruz, la espada o el kalashnikov y declaran la fundación de un nuevo orden que nos va a redimir para siempre de la explotación del hombre por el hombre, del egoísmo y la maldad.
Esta es una de las razones por las cuales tales procesos suelen cambiarle el nombre a todo lo que se les atraviesa: desde los meses del año, pasando por el nombre de la capital, hasta llegar a alterar el huso horario para diferenciarse del orbe podrido que los rodea y los amenaza.
El líder es un ángel vengador que actúa en nombre del pueblo, es el brazo implacable del pueblo: es un redentor y además un Moisés, que funda y nos entrega las tablas de las nuevas leyes. Si le creemos, estaremos entrando en un reino de la fraternidad, lo cual ejerce la atracción de lo mágico, de la unción, del re-ligare. Todo es misticismo y felicidad fugaz hasta que comienzan a repetirse la misma corrupción de antaño, los mismos abusos, los mismos crímenes con otros ropajes, los mismos viejos y oxidados puñales remando sobre los cuerpos de los nuevos inocentes.
Quienes han cambiado su vida en función de estos procesos, quienes dejan de ser demócratas para pasar a ser ‘revolucionarios’, difícilmente abren los ojos a las primeras de cambio, cuando la primera sangre es derramada. Han triunfado a partir del cambio (aunque el triunfo para la gran mayoría sea algo más ficticio que real) han re-configurado su ser a partir de estas nuevas creencias, y renunciar a ellas sería despedazarse el alma, quedarse desnudos en medio de un invierno, en un infierno: sería volver añicos su Yo, algo que nadie acepta con facilidad sobre todo porque sustituir las partes rotas es un proceso arduo, complejo y asaz doloroso, en el cual podemos incluso morir.

2.- Reforma vs. revolución
Las revoluciones parten de cero, refundan el mundo. Para ellas, todo lo anterior es perverso y nocivo, hay que limpiarlo y eliminarlo a sangre y fuego. Ejemplos de revoluciones son la rusa, la china o la cubana, que fusilaron a millones de seres humanos para cambiar el mundo , pero en cuyos altares también se inmolaron y perecieron muchos revolucionarios honestos y bienintencionados. Las revoluciones armadas y violentas tienen muchos crímenes sobre sus hombros, pero también tienen panteones de héroes que venerar.
Por el contrario, el ‘revolucionario’ venezolano entiende que el detergente para limpiar los males del pasado debe ser elaborado preferiblemente a partir de sangre ajena, nunca de la propia. Para la nomenclatura que les dirige el camino no se trata de patria socialismo o muerte: de perder la lucha a largo plazo, el camino sería el exilio dorado con heridas y contusiones leves, preparándose para el cual actualmente desfondan las arcas públicas en la oleada de corrupción más gigantesca que recuerda nuestra historia.
Pero si la revolución opera por rechazo y quiebre con el pasado, la reforma opera por soldadura: se toma lo bueno del pasado y se mantiene, se acepta lo bueno del futuro y se suma en una alquimia cuyos mecanismos usualmente son pacíficos. Los parlamentos, los sindicatos, los liderazgos de opinión sociales y políticos, asumen los nuevos valores, los difunden, los defienden, y los ciudadanos terminan aceptándolos o no.
Un ejemplo de reforma exitosa y reciente en Venezuela es la descentralización, que le permitió a los ciudadanos elegir alcaldes y gobernadores y que acercó el gobierno a las bases, haciéndolo más transparente, responsable y controlable por el pueblo.
Por eso, es ridícula una revolución que se define como tal pero que opera con mecanismos del reformismo: no en balde, lo que afrontamos en Diciembre de 2007 es la votación acerca de una ‘reforma constitucional’ (sic).
Muchos abogados constitucionalistas señalan que no se trata de una simple reforma como se prevé en la Constitución del 2000, sino de un cambio completo en los fundamentos del sistema político y en la base de la división territorial, lo cual requeriría una Asamblea Constituyente para ser legal. Pero no utilizo aquí el término ‘reforma’ en sentido constitucionalista, sino en el sentido que le damos en teoría política, es decir, como un proceso de cambios paulatino opuesto a la revolución: la revolución arranca de cero nuevamente, cambia todo radicalmente, muchas veces violentamente, mientras que la reforma es pacífica, gradualista, pues no rechaza lo bueno del pasado sino que lo mantiene mediante un proceso de adaptación a las bondades de lo nuevo.
Estamos ante una revolución que no es tal ni siquiera a la hora de refundar el mundo, pues lo que hace es complicarlo más en el momento en que mantiene vigentes antiguas instituciones como alcaldías y gobernaciones –ello porque sabe muy bien que el pueblo no quiere perder esos espacios ganados al centralismo- pero agregándole al lado, en paralelo, las instituciones de ‘la nueva geometría del poder’, que serían las instituciones ‘revolucionarias’, implantadas en este caso no mediante una revolución en sentido estricto sino mediante una reforma constitucional votada en referéndum.
Creo que este tipo de ‘contradicciones’ son las que mantienen en constante jaque y esquizofrenia a muchos de los intelectuales y dirigentes honestos e informados que apoyan el actual proceso. La preocupación de los opositores es de otro género, como veremos adelante.

3.- Mayorías y minorías
Dado que estamos ante una reforma y no ante una revolución, que el actual proceso político triunfe dependerá de que logre mantener una mayoría electoral, algo que parece cónsono con la democracia si la definimos como ‘gobierno de todos’ o como ‘gobierno de las mayorías’, aunque esto último sea un grave error que deseamos deconstruir aquí.
Ha habido montones de casos en que una minoría armada o facciosa logra imponer un modelo, pero nos interesan en este ensayo los procesos que son apoyados por una mayoría de la ciudadanía, quedando la oposición reducida a una o varias minorías.
Cuando nos toca la desdicha de vivir uno de estos procesos basados en el optimismo, los escépticos pasamos a ser una o varias minorías con diferentes acentos. Si viviéramos en Rusia luego de 1917 o en La Habana actualmente, lo más probable es que ya nos hubieran fusilado los sucesores del Ché Guevara, que nos hubieran enviado a Siberia o que, con suerte, hubiéramos podido escapar a otros mundos más libres.
Pero dado que esto no es una revolución sino un proceso reformista que ya dura 8 años, se nos conmina a comparecer a unas elecciones en Diciembre de 2007 para votar SÍ o NO legitimando un proyecto de reforma constitucional. Si los opositores perdemos, seguiremos siendo una minoría avasallada por una mayoría chiquita pero organizada y con mucho dinero para repartir a manos llenas.
¿Por qué digo una mayoría chiquita? Porque si usted revisa bien los números, se dará cuenta de que con los niveles de abstención reconocidos por el mismo Consejo Nacional Electoral, casi todos los procesos electorales que hemos vivido en los últimos años han carecido de quórum, pues no ha concurrido la gran mayoría de los votantes.
¿Y qué significa el quórum? Pues es un método técnico-político por excelencia para defender a las minorías, para que una democracia no se convierta en una tiranía de masas conducida por dirigentes mesiánicos, carismáticos y populistas. Es además la manera canónica de mantener la continuidad de la Constitución y de las leyes contra aquellos que –detentando una mayoría circunstancial y contingente- se empeñan cambiar el edificio constitucional para perpetuarse en el poder. El quórum vendría siendo parte de lo que llamamos un sistema de contrapesos, de check and balances.
Ya dijimos que la política de la fe (tomo este término de Michael Oakeshott) que precede a las revoluciones optimistas tiene confianza absoluta en la bondad del ser humano y presupone que todos los hombres y mujeres –en este caso ‘la mayoría’- van a actuar correctamente, de manera virtuosa, en los asuntos públicos: a la hora de votar, de marchar, de apoyar proyectos, de debatir con los opositores, etc.
¿Pero qué pasa si ‘el pueblo’ –o una mayoría circunstancial- se equivoca o es engañado por un líder perverso, demagogo y carismático? ¿qué pasa si un sector de la oposición que se encuentra en minoría tiene razón en sus preocupaciones por el futuro de la democracia? No vayamos tan lejos: ¿qué pasa con el simple derecho a existir que tienen esas minorías?
Deseamos dejar claro que para nosotros mayoría no es igual a democracia. Las democracias y las revoluciones optimistas suelen terminar de manera catastrófica entre otras razones porque postulan que todos los hombres son buenos, especialmente el líder fundador que nunca se equivoca y quienes le siguen ciegamente. De aquí se sigue que quienes se equivocan son las minorías opuestas a la bondad del líder revolucionario fundador y a su mayoría –si es que la tiene- razón por la cual suelen ser calificadas de ‘contrarrevolucionarias’ por la ‘gente buena’ de la revolución. Dando un pasito más adelante, se procede a reprimirlas, para unificar el mundo en torno a la bondad de la mayoría, es decir, en torno a la bondad del líder fundador, del ángel que extermina a los malos, a los oligarcas, en nombre de la bondad del pueblo y de la pureza de la revolución.
Pero las democracias más duraderas y saludables que conocemos han nacido del escepticismo: la experiencia les ha mostrado a sus fundadores que los hombres son violentos, ambiciosos, que traicionan: pero sobre todo, que el poder corrompe, y que el poder absoluto corrompe absolutamente, como decía Lord Acton. ¿Por qué habrían de cambiar al menos en lo inmediato los seres humanos a partir de un sistema político pseudo nuevo?
Por esto, las políticas y democracias del escepticismo no se fundan ni nacen para cosas como ‘implantar el reino de Dios sobre la tierra’, ni para cuidar solamente los intereses de una mayoría oprimida, sino para defendernos a todos –seamos minoría o mayoría- de cualquier proyecto opresivo y tiránico. Es decir, se fundan para salvaguardar la libertad.
No se trata de defender aquí a una minoría rica –los ricos siempre pueden contar con mejores abogados que yo- sino de aclarar ciertos equívocos estadísticos. El actual proceso venezolano afirma que cuenta con la mayoría, y que esa mayoría es ‘el pueblo’: el pueblo pobre que apoya el proceso. La oposición sería una minoría de ricos que desprecian al pueblo.
Sin embargo, el porcentaje de votos –históricamente, desde 1998- ha variado poco entre un 56% para el gobierno y un 44% para la oposición si le creemos al CNE.
Mas si aprendemos a leer estadísticas e indicadores de pobreza, nos daremos cuenta que los 4 millones y medio de venezolanos que formalmente rechazaron el actual proceso en las elecciones pasadas de Diciembre de 2006, no viven todos en La Lagunita ni en el Country Club. Entre ellos con toda seguridad se repite la misma configuración económico-social que entre el total de los 27 millones de ciudadanos venezolanos, según los cálculos de los censos. Si tuviéramos 4 millones y medio de ricos probablemente seríamos un país más equilibrado, porque tendríamos quizás una clase media de unos 10 millones de ciudadanos, quedando la pobreza reducida a unos 13,5 millones de venezolanos (cerca del 50%) en vez del 80% que la mayoría de los indicadores internacionales señalan con respecto a Venezuela.
De manera que en esos 4,5 de venezolanos que se opusieron al proceso el año pasado hay un 80% que es pobre, y sólo un 20% clase media, media alta o ricos. ¿Cuántos pobres se oponen al proceso? El 80% de 4,5 millones implica unos 3.600.000 en números bien gruesos, conservadores, redondeados hacia abajo, y siempre creyendo en los resultados publicados por el Consejo Nacional Electoral.
Otra de las grandes ironías es que una generación de nuevos ricos, una nueva burguesía, se ha horneado al rescoldo de ‘el proceso’, y por eso son llamados con justicia ‘boliburgueses’: son los dueños de las camionetas Hummer y los nuevos grandes consumidores de whisky escocés 18 años.
Así pues, es una falacia de composición decir que la gran mayoría de los venezolanos apoya el actual proceso, y que la minoría que lo rechaza está conformada en su totalidad por blancos ricos y lacayos del imperialismo.
Creo que en el caso venezolano reciente ha habido mayorías engañadas u olvidadas, pero no oprimidas o reprimidas en el trágico sentido histórico en que lo puedan sentir un indígena boliviano o uno guatemalteco. Por otra parte, la proclamada mayoría oficialista acaso no necesite que cuiden excesivamente sus intereses inmediatos. Dado que están en el poder, se defienden con poder, con dinero –con fusiles aún no, pero no sabemos del futuro- por lo cual no tiene mucho sentido teorizar acerca de la defensa de sus intereses: cuando más podemos decir que están equivocados y advertir que su equivocación nos va a costar muy caro a todos a la larga.
Los intereses que más necesitan ser resguardados en este momento son los de las minorías que no están de acuerdo con el actual proceso, pues son los que corren más riesgo si la solución al clima de conflicto se torna violenta, armada.
Hablo de soluciones armadas no porque las desee ni las promueva, sino porque están constantemente en boca de los voceros del proceso. Estos voceros dicen que estamos ante una revolución armada: ¿contra quién? ¿contra los estudiantes? ¿contra la gente que vota en su contra? No pareciera que los norteamericanos tengan la menor intención de responder siquiera verbalmente a los insultos presidenciales venezolanos, como dijo recientemente la Secretaria de Estado Condolezza Rice. De manera que la guerra de resistencia popular desde las quebradas caraqueñas con fusiles kalashnikov contra el invasor imperialista –como se sugiere desde ya en la reforma constitucional cuando se define a la FAN como antiimperialista- no pasa de ser por ahora un sueño húmedo de entrar al primer mundo mediante una nueva Guerra Fría, como húmedo y fantasioso fue el sueño de construir una estación espacial en Tucupita.
Creo que lo que presenciamos en realidad es una pugna ente una mayoría pequeña –la del gobierno hasta ahora- y una oposición militante aun más pequeña, en medio de una mayoría indecisa o al menos no extremista. En el medio de los extremistas se encuentra una gran porción de ciudadanos que no quiere participar ni quiere verse envuelto en una política belicosa, polarizada y menos en una guerra, porque afronta demasiados problemas cotidianos y materiales: mantener a sus familias, evitar que el hampa los mate, etc.
Pero el caso es que la reforma va a producir un texto constitucional que afectará la vida y el futuro de todos los venezolanos, sean pro-gobierno, de la oposición o indecisos. En casos como estos es conveniente que todos estén de acuerdo con las nuevas reglas de juego, que se logre una amplia mayoría empleando los mecanismos del quórum que ciertos obesos genios constituyentes de La Constituyente de 1.999 pasaron por alto. Si no se lograra, sería preferible –hablo teóricamente, por supuesto- mantener intacta la vieja Constitución.
Dije teóricamente antes pues aunque sea conveniente una amplia mayoría con quórum para aprobar el nuevo instrumento constitucional, tal necesidad no significa que eso vaya a ocurrir: hay una tendencia abstencionista muy grande entre la oposición –justa o no, ese no es el punto en discusión- por lo que el gobierno puede ganar con una mayoría pírrica, aun contando con que haya mucha abstención en sus filas, pues no faltan quienes entre ellos le tienen terror al nuevo articulado en lo que concierne a la propiedad privada o a ‘la nueva geometría del poder’. Pero, simplemente, el gobierno va a emplearse con todo y posiblemente ganará por las buenas o por las malas. No les importará que vote el 15% de la población y que de ese pírrico 15% ellos obtengan el 51%.
Hay que aclarar que aunque la reforma es el horizonte más inmediato, no estamos reflexionando aquí únicamente en función del evento electoral de Diciembre de 2007, sino pensando que en un futuro la persona que ocupe la presidencia puede ser otra: entonces las actuales mayorías podrían darse cuenta de lo que significa estar en la oposición, ser minoría, y no contar con reglas constitucionales que los protejan contra mayorías abusadoras porque elaboraron y modificaron las reglas basados en dos optimismos: a) que los hombres en su totalidad llegarían a ser revolucionarios virtuosos en lo público si se les educaba ‘revolucionariamente’ b) que siempre iban a estar en el poder.
Pero la corruptela desatada en los últimos ocho años debería mostrarles que no existe tal bondad, y las sucesivas caídas políticas de las cuales se han repuesto milagrosamente deberían alertarles acerca de que –en algún momento- pueden perder el poder y pasar a ser minoría. ¿Y qué pasaría si las personas que más odian obtienen todo el poder, como ocurrió fugazmente en Abril de 2002?

4.- El quórum, estúpido…
Quiero ejemplificar mi punto de vista con una noticia que apareció el lunes 8 de Octubre en las agencias internacionales: “Costa Rica aprueba en referéndum un Tratado de Libre Comercio con USA:
Con más del 90 por ciento de las mesas de votación escrutadas, el Sí obtuvo el 51,7 por ciento de los votos frente al 48,3 obtenido por el No. Las autoridades del TSE señalaron que la participación al referendo fue del 59,84 ciento del padrón electoral, superando el 40 por ciento que se requería para que el resultado de la consulta sea vinculante.”
Aquí hay dos condiciones cumplidas: el Sí ganó con el 51,7%, y concurrió el 59,84% de los electores. Si la abstención hubiera superado el 60%, el acto habría sido invalidado. Esto es lo que llamamos quórum. Cuando se prevén mecanismos referendarios para consultarle al pueblo decisiones fundamentales que van a afectar la vida pública a largo plazo, lo sensato es establecer quórum y mayorías calificadas. El primer proyecto de Constitución europea no pasó porque no logró el quórum ni las mayorías calificadas necesarias allí donde fue consultado.
La suposición implícita aquí es que si una gran mayoría de los votantes no acudió a los comicios es porque no les interesa el tema, o porque no están de acuerdo. Ocurre un silencio administrativo constitucional al revés: la no respuesta del pueblo a la hora de acudir no implica que quien propone la reforma gana o tiene razón, sino que el pueblo no la quiere o no está claro con respecto a ella, por lo cual se siguen manteniendo las viejas reglas hasta nueva consulta. En Venezuela ocurre lo contrario: si usted somete a referéndum una propuesta de Constituyente como en el año 1.999, y también la consiguiente Constitución, la abstención es tomada como un signo de apoyo tácito al proponente. Nuestros genios constituyentes en el 99 sólo le impusieron quórum a los referenda presidenciales, para los cuales la concurrencia tiene que ser muy alta, de manera de lograr ganar y además lograr acumular al menos un voto más de los que obtuvo el Presidente en su pasada elección.
Cuando hablo de una democracia fundada en el escepticismo recuerdo los artículos de El Federalista, cuando aquellos fundadores señalaban cosas como que si fuéramos ángeles no necesitaríamos gobiernos, pero dado que no lo somos, convienen gobiernos que prevengan contra cualquier grupo perverso, contra cualquier megalómano inescrupuloso, que intente hacerse con todo el poder para oprimir a los demás. Sólo el poder controla el poder, eso lo sabían casi todos los filósofos políticos modernos. Por eso, las minorías no podían quedar indefensas ante una mayoría que asumía el poder y que podía corromperse: de allí que para cambiar las leyes fundamentales se establecieran estos controles. Y he aquí por qué las democracias saludables exigen garantías para que la oposición y las minorías puedan organizarse y hacer campaña conl a lícita intención de volver al poder, como bien señala O’Donnell en Accountability Horizontal.
La posición de los framers como Madison, Jefferson y Jay anticipaba un debate contemporáneo sobre el punto de vista óptimo a la hora de formular o cambiar reglas constitucionales, el de Rawls vs. Buchanan y Brennan: el velo de la ignorancia contra el velo de la incertidumbre. Según Rawls, a la hora de formular reglas de justicia –cámbieselas a reglas constitucionales y no pasa nada grave- había que suspender todo juicio, ponernos un velo de la ignorancia delante de los ojos, y olvidar cualquier interés particular que el legislador tenga, ello en busca de una posición racional de absoluto equilibrio, velando así por el futuro de la comunidad.
Pues bien, ese tipo de acto de fe es lo que yo creo que no existe, porque nadie olvida lo que le conviene a la hora de formular ningún tipo de juicio o de regla. Esta es otra manera de suponer que los seres humanos son ángeles: pedirles que se comporten como tales a la hora de una Constituyente, por ejemplo.
Por el contrario, la tesis que yo emparento con el escepticismo es la de Buchanan y Brennan, el llamado velo de la incertidumbre: según ellos, un actor que va a cambiar las reglas de juego constitucionales sabe lo que quiere y lo que le conviene, y nunca olvida sus intereses, y ello no es malo sino útil. Esa persona puede llegar a calcular que en determinado momento no va a estar en el poder y que puede llegar a ser una minoría. Por eso –y miren que siempre pasa lo de caer en minoría- es conveniente formular reglas de juego medianamente justas que logren amplios apoyos, amplios consensos parecidos a un acuerdo de todos.
Cuando se trata de una elección ordinaria –un alcalde, un gobernador- no hace falta que haya tal quórum ni que se logra una mayoría calificada, aunque algunos países contemplan la doble vuelta en el caso del Presidente si ningún candidato logra la mitad de los votos válidos, como una manera de lograr que la figura presidencial llegue con amplio apoyo al poder. Cuando se trata de reglas constitucionales es entonces deseable que se aprueben con amplia mayoría. No sólo es deseable: es usual, como se puede recordar en el 2000 en el seno de la misma Asamblea Constituyente, aunque haya fallado el quórum. En Europa para todos los actores interesados es deseable el acuerdo amplio en torno a la Constitución europea: mientras no se logre, el instrumento no va a pasar.
Por todo lo dicho, el escepticismo es partidario de las dobles vueltas, del quórum, de los mecanismos de balance, en vez de apostar por la unanimidad que elimina las minorías, en vez de ilusionarse con la bondad de un líder iluminado o en soñar con la bondad absoluta del pueblo: el pueblo, como todo ser o conjunto humano, puede equivocarse. Simplemente, porque hay gente buena y mala en todos lados: entre los ricos, entre los pobres, entre la clase media, entre los ilustrados y entre los iletrados. Que alguien sea pobre no es garantía de que tienda a ser más virtuoso que un rico, y ese ha sido el comienzo del fin de nuestra democracia: la clase dirigente en algún momento se sintió culpable por haber abandonado al ‘buen pueblo’ y muchos sucumbieron al proyecto de fe que les proponían los actuales gobernantes, y terminaron bailando con el diablo, como dice el proverbio sajón: y cuando uno baila con el diablo, uno no cambia al diablo, el diablo lo cambia a uno y lo corrompe, pues no somos ángeles sino humanos.
En algún momento tendremos que restablecer los equilibrios constitucionales que han sido pulverizados luego de más de 8 años de andar jugando al aprendiz de brujo político. En ese momento, espero que hayamos aprendido la lección, y que las leyes orgánicas no puedan ser cambiadas sino mediante mayoría calificada, que los referendos para cambiar las leyes fundamentales o para someter a consulta cuestiones estratégicas requieran quórum y mayorías calificadas, que repongamos el senado para ser realmente un sistema federal, que preferiblemente vayamos hacia un sistema no presidencialista sino parlamentario y, en fin, que entendamos que lo social, que el hambre, se reduce con agricultura, con ciencia, con tecnología, con una economía productiva –sea capitalista, capitalista social de mercado o cooperativista- y no persiguiendo a la mitad que se nos opone ni cercenando la cabeza de los viejos ricos –como hizo la funesta revolución francesa- para luego poner sobre los hombros degollados las cabezas de los nuevos oligarcas, los que tienen ya casi una década medrando en las migajas del poder.

* Director de Formación Política de UNT

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