lunes, 22 de octubre de 2007

La revolución consumista




Oscar Reyes

I.- Revoluciones sociales, políticas y económicas

En Sobre la revolución, Hannah Arendt distinguió dos tipos de revoluciones: aquellas fincadas en la cuestión social –el hambre y la exclusión de los pobres- y las revoluciones que se imponían el desiderátum de instaurar la libertad mediante instituciones políticas y democráticas perdurables. Contamos con un fracasado modelo de revolución social por excelencia –la francesa que luego fue copiado por la revolución rusa, la cubana, la china y un largo etcétera- y un modelo de revolución política asaz exitoso –la norteamericana- en la que se inspira, gústenos o no, la revolución independentista venezolana y una buena parte de las latinoamericanas: en el caso nuestro, basta con compara el preámbulo de la Constitución de Filadelfia de 1787 con la venezolana de 1811. Pero tal vez habría que incluir un tercer tipo de revolución, híbrida y más vinculada con la economía, como lo fue la Revolución Industrial que desde Inglaterra se regó por el mundo con el resultado de la expansión colosal del capitalismo de alta tecnología digital que conocemos en la actualidad. Esa revolución podría también ser calificada o descrita como una revolución productiva, del modo de producción o de la productividad. Mas lo que nos importa a nosotros en este ensayo es que esa revolución tenía como Némesis el consumo: es decir, no hubiera habido una revolución productiva mediante el modo de producción capitalista avanzado si a la vez no se hubiera disparado el consumo de recursos naturales, de productos manufacturados, etc.
Esto nos ubica ante un sistema de coordenadas en el que nos encontramos con a) una revolución típicamente capitalista -la del consumo disparado- a la cual habría que oponerle la revolución socialista de una distribución justa pero austera de la riqueza de las naciones b) mediante una coincidentia oppositorum también convivirían juntas y coincidentes en ciertos aspectos la revolución socialista y la capitalista, pues ambas son similares en cuanto a sus ambiciones productivas. Afirmo esto último pues debe recordarse que: a) Marx jamás renegó de la alta productividad, aunque aspiraba cambiar la propiedad de los medios de producción b) el socialismo era para Marx una etapa superior de la historia de la humanidad, una en que la productividad iba a ser superior incluso a la del capitalismo más exitoso de su época, el de Inglaterra. Véase pues cómo, en cuanto al consumo, capitalismo y socialismo se oponen históricamente, aunque coinciden en torno a la alta productividad requerida para el éxito de sus modelos. (1). El quid reside entonces en la concepción que se tenga de qué hacer con esa riqueza conseguida con los altos niveles de productividad que ambos sistemas promulgan,
A grandes rasgos, podemos decir que en Europa una de las razones que coadyuvaron a la creación del Estado de Bienestar y a la elevación de las clases obreras al nivel de clases medias no fue sólo el miedo al comunismo o la buena intención de los gobiernos: también hay que contar con el cálculo interesado de los capitalistas con visión de largo plazo. Mientras más alto sea el nivel de ingreso de las mayorías, más consumo habrá, y eso es altamente beneficioso para los empresarios, sin duda. Esa ha sido históricamente una de las razones que han quebrado el cálculo marxista en torno a la inevitable sublevación de la clase obrera. Marx entendía la relación económica en el capitalismo como si se tratara de la economía esclavista ateniense o romana: un juego de suma cero en el cual lo que uno gana es porque se lo arrebata al otro. Pero: ¿qué pasa si la economía crece de manera descomunal como lo ha hecho desde su época hasta hoy? Pues que ciertamente hay más ricos, y que los capitalistas acumulan más dinero que en ninguna otra época de la Historia: pero también puede ocurrir que vastos sectores de las clases trabajadoras de los países industrializados se conviertan en clase media y media alta.
Marx concibió a la burguesía como una raza diabólica interesada en mantener en la miseria y las tinieblas a los proletarios porque supuestamente esa era la mejor garantía para mantener sus privilegios: pero creo que no ha sido exactamente así. No pretendemos decir que la burguesía y las élites hayan dejado de defender sus intereses egoístas en aras de la solidaridad colectiva y que ahora sean como la Madre Teresa de Calcuta: lo que ocurre es que aquí no estamos hablando de filantropía sino de cálculo racional e interesado, que es algo ligeramente diferente. Digamos, yo puedo tener un mercado pequeño para producir y vender productos de lujo, a saber, perfumes y sedas. Eso quiere decir que en teoría estoy enfocado en consumidores de altos ingresos y gustos muy refinados. Eso, producir para los ricos, me puede dar excelentes dividendos: pero si quisiera entrar a competir en el capitalismo masivo requeriría que cualquiera pueda entrar a comerse una hamburguesa en mi franquicia o comprar mis últimos aditamentos digitales. No hace falta que yo tenga una predilección especial por los pobres y desheredados de la tierra como Cristo: puede que sea suficiente con mi interés en que la gran mayoría de ellos lleguen a ser clase media para que puedan consumir mis productos. Todo lo anterior corresponde a un juego de intereses en un mercado masivo.
Marx se espantaba ante la ‘falsa conciencia’ de los obreros norteamericanos, quienes pensaban como gente clase media y estaban de acuerdo con las medidas destinadas a mejorar la producción y a hacer exitosas las empresas donde trabajaban, con lo cual se incrementaba el capital de sus dueños: la concertación y la alianza le parecían contra natura, como si los obreros se estuvieran abrazando y besando con sus verdugos. Según Marx, eso impedía la formación de una conciencia de clase y revolucionaria entre el proletariado norteamericano. Pero, ¿realmente eran unos miserables esquizofrénicos que se creían clase media? No, Marx estaba equivocado: realmente eran clase media, o camino a serlo al llegarles la oportunidad de disfrutar de la producción masiva de bienes y servicios. Históricamente, Estados Unidos no ha sido un país donde existan condiciones de miseria insoportables como las que contempló Marx en el Londres de su época o en el París de Víctor Hugo. Claro que había blancos pobres, e igual negros esclavos o liberados pobres: pero en comparación con las ciudades de Los Miserables, USA era la utopía de un futuro sin hambre, con confort, donde se podía cumplir el sueño americano que era también la fantasía de los europeos que allá emigraban.
Europa alcanzó niveles similares de equidad, de ausencia de hambre y miseria, después de la Segunda Guerra Mundial, al punto de llegar a ser lo que hoy en día es la Unión Europea y al punto de encontrarnos con países como Noruega donde el ingreso promedio de los ciudadanos es de unos 120.000 US$ anuales, en una nación cuyos habitantes se dicen socialistas.
Todo lo anterior ha dado como resultado que el comercio entre Europa y USA, entre los países ricos –junto a los cuales debemos agregar a Japón, Canadá, Australia- acapare casi la totalidad del volumen del comercio mundial, quedando por ejemplo África y América latina reducidas al 6% en cuanto a su participación.
Por otra parte, históricamente los líderes comunistas en la URSS estaban conscientes y muy preocupados por la productividad, puesto que querían alcanzar y superar rápidamente los niveles de desarrollo de los países capitalistas avanzados. Ello es patente en los planes quinquenales, en los saltos para alcanzar altos niveles en la industria básica y pesada, así como la inversión tecnológico-militar en energía nuclear, aviones, cohetes, etc. Al escéptico le podemos recordar que los cohetes rusos, las gandolas voladoras que parten de Baikonur cargadas rumbo a la estación espacial internacional, no se caen, mientras que los sofisticados transbordadores espaciales norteamericanos tienen todo un historial de tragedias que lamentar.
Sabemos que el foco de la productividad soviética estaba centrado en la tecnología militar y de armamentos y no en los bienes de consumo civil. Y ese es justamente mi punto: se le hacía caso a Marx en aquello de que a cada quien de acuerdo a sus capacidades y posteriormente a cada uno de acuerdo a sus necesidades. El consumo suntuario era visto no como una opción legítima para quienes triunfaran sino como un vicio a ser combatido. La concepción de la repartición de la riqueza de la nación era austera: apenas lo necesario para que cada ciudadano pudiera sobrevivir, mientras que los excedentes se iban a la industria bélica, o eran regalados a los países satélites.(2).
Volvamos un momento al socialismo rico de Noruega: la riqueza de esa nación no es producto exactamente de una revolución, sino de una evolución reformista. Su democracia nació hacia 1848, y se ha mantenido hasta la actualidad. El petróleo no es lo que les ha hecho ricos, aunque han sabido aprovecharlo. Son el país menos corrupto del mundo, y el que más invierte en la educación de sus ciudadanos. Registran unos 100 asesinatos al año: lo que registramos nosotros durante un fin de semana largo en Caracas. La acumulación de riqueza ha sido sostenida, y al llegar al actual nivel de bienestar por supuesto que consumen mucho, aunque ahorrando e invirtiendo buena parte de sus altos excedentes con miras al futuro, pues su petróleo quizás dure unos 50 años, y su gas natural unos 100: y no quieren volver a ser pobres cuando se les acabe el petróleo. Es pues un socialismo no revolucionario sino reformista, consumista y a la vez productivo.
Una vez revisado el sistema de coordenadas que propusimos al principio, vamos a la pregunta central de este artículo: ¿puede una revolución socialista ser consumista? En Venezuela esto es objeto de burlas por parte de la oposición, mientras que de vez en cuando es causa de estentóreas furias dentro del liderazgo del proceso político actual venezolano ante la constatación de que los grandes compradores de vehículos rústicos de lujo –Hummers- y consumidores de whisky escocés de 12 y más años son los funcionarios del gobierno: por ello la oposición adjetiva de ‘boliburguesía’ y ‘boli-oligarquía’ a estos neoconsumistas que detentan el poder político –y ya en buena medida el económico- en nuestro exhausto país.
Pero en realidad queremos ir un poco más allá de la simple burla, de los golpes de pecho o las pataletas: puede ser útil a la hora de barruntar hacia dónde vamos analizar la pregunta sobre una revolución socialista consumista desde dos puntos de vista: a) el consumismo como condición de ser b) la imposibilidad de formar una conciencia o sujeto revolucionario socialismo austero mientras el consumismo ‘corrompa’ a los camaradas.
Para la discusión de este asunto, recurriré a dos fuentes: un análisis del consumismo elaborado por Massimo Desiato y un análisis sobre la imposibilidad de la conciencia y el sujeto revolucionarios en una sociedad tan consumista como la nuestra, elaborado por el hermano jesuita Raúl González Fabre.

II.- Soy lo que consumo

En Más allá del consumismo (3), Massimo Desiato hace un recorrido histórico por la crisis económica norteamericana de los años 30, cuando colapsó Wall Street. Para paliar aquella depresión económica tan grave quizás las medidas más famosas fueron las de tipo keynesiano: la inversión estatal en grandes obras de infraestructura para generar empleo, las regulaciones tendientes a evitar futuras caídas, y, en general, la participación del Estado como agente estabilizador en contra del dogma liberal de un free market que se había vuelto irracional. No faltará quien afirme que la entrada en la II Guerra Mundial aceleró y reactivó la economía y eso puede ser cierto: pero nos interesa aquí otro comportamiento incentivado por el Estado y los privados: promover el consumo mediante el crédito, la producción masiva y la publicidad (4). El marketing se convirtió en una herramienta fundamental para los empresarios e industriales: el reto era anunciar o morir, inducir a los ciudadanos a comprar cosas que en muchos casos realmente no necesitaban –pues eran absolutamente suntuarias- o desaparecer. En cierta medida, la austeridad del espíritu protestante y capitalista clásico de un Benjamín Franklin según Max Weber cedió ante la imperiosa necesidad de recuperar y reconstruir aquella economía devastada.
Ahorrar, invertir, no gastar más de lo necesario, eran parte del evangelio del espíritu protestante y capitalista clásico. De manera que inducir al consumo, endeudarse e hipotecarse hasta la muerte, gastar más de lo que se ganaba para obligarse a sí mismo a producir más –y de esa manera subir en la escala socio-económica comprando casas, carros, etc.- eran algo parecido a una herejía, pero se convirtieron en el nuevo paradigma, el cual incluso hoy en día persiste en el momento en que se critica a la sociedad norteamericana de ser tan consumista.
La tesis de Desiato arranca además de una concepción antropológica bastante marxista, por cierto. Con Marx, hemos llegado a creer que, en gran medida, lo que somos es lo que producimos y cómo lo hacemos: esto es, que el alma de la historia es económica, y que los sujetos humanos pueden ser ampliamente descritos como homo faber, animales que trabajan y fabrican aquello que requieren para sobrevivir y para cuya obtención la naturaleza no ha puesto la información y las conductas automáticas e innatas en sus genes. El ser humano sería pues una estructura abierta, que no posee instintos cerrados, ciegos e inmutables, sino una criatura que se va conformando con instintos moderados –pulsiones- que son probados en la realidad y que se refuerzan y mantienen si son exitosos para obtener lo que buscamos. Por eso, el ser humano conformará su conducta y hasta su cuerpo en buena medida en función de su ocupación: si decides vivir del fútbol, deberás labrar una cierta musculatura corporal que permita resistir las exigencias de tan duro deporte: si decides ser médico, deberás afinar tu pulso para las cirugías, y si decides ser pescador deberás desarrollar resistencia al sol, el salitre, etc. Es la razón por la cual podemos hablar en cierta medida de que alguien tiene cuerpo de: cuerpo de futbolista, cuerpo de pescador, cuerpo de intelectual sedentario.
Ciertamente, en muchos casos no podemos escoger una profesión, porque las limitaciones del entorno lo impiden: a veces la vocación choca con un mundo que es demasiado hostil como para permitirnos escoger libremente el modo en que vamos a conseguir nuestro sustento. Digamos, es muy difícil que un congoleño sea astronauta, aunque no imposible. Justamente, en las situaciones en que determinados sujetos son capaces de vencer obstáculos que se creían imposibles de superar, estamos ante casos de heroísmo y voluntad ejemplar, pero me temo que no es así en la mayoría de los casos. Es más probable que un chico de Iowa sea astronauta y el de Nigeria pastor: pero con algo de voluntad ambos podrían coincidir en una carrera de atletismo en una olimpiada.
Lo importante para nosotros es que –siguiendo a Marx- la conciencia de un sujeto se forma en función de su actividad laboral (la existencia económica es la que configura la esencia del sujeto), una conciencia que el autor además extiende más allá del individuo para llevarla a la clase social. Un burgués tendrá determinados valores y formas de ser, que deberían ser muy diferentes de las del hijo de un obrero siderúrgico. No se trata aquí de marginalidad versus refinamiento, pues puede haber burgueses marginales y proletarios educados, las variedades y posibilidades de casos diferentes abundan. Lo importante es que educado o patán, en general el oficio que alguien desempeña durante toda la vida lo marca, al punto que muchos dejan de llamarle por su nombre para llamarle por su oficio: doctor, ingeniero, marchante, obrero, convirtiéndose el oficio en un segundo nombre añadido socialmente al aquel con los padres le bautizaron.
Pero resulta que esta configuración humana a partir del trabajo y que fue planteada muy bien por Marx, tiene también su Némesis: el consumo. Trabajo esencialmente para producir bienes que debo consumir: comida, agua, combustible, ropa. De manera que así como la conciencia de un sujeto se conforma en buena medida a partir de lo que produce y cómo lo produce, la otra cara de esta configuración humana es la del consumo: tanto consumo, tanto soy, qué consumo, eso soy.
El consumismo pudo tener su origen en una coyuntura de crisis y ser usado como estrategia para contribuir a reactivar la economía: pero ha devenido en la marca del ser humanos, en la cifra de lo humano, por así decirlo.
El entorno y la educación son claves a la hora de conformar a un ser humano, y las diferencias de clases realmente existen, como bien señalaba Marx, aunque no creo que las clases se comporten con la mecánica dialéctica revolucionaria que él pretendía.
Piénsese en la manera de hablar de los compradores de un centro comercial o mall ubicado en una zona clase media alta, como La Lagunita, en Caracas. Hay una manera de caminar, de hablar, de pensar, incluso de oler, que diferirá radicalmente de aquellos que consumen productos parecidos e incluso similares en un mercado popular en Carapita, también en Caracas. Consumir marcas es a su vez una ‘marca’ o signo de estatus: quien tiene un Mercedes Benz está mostrando algo parecido a los colores del pavo real: un llamado de atención, un canto de ser humano exitoso en una sociedad consumista. La lucha de los que menos tienen en buena medida busca igualación a la hora de consumir, aunque el gap está en el eslabón intermedio, es decir, en la capacidad que se tenga o no para producir lo requerido para consumir lo que se desea. Muchas veces la delincuencia es un atajo: si no puedo producir como los ricos, robo: pero al robar, lo primero que hace el ladrón es consumir, gastar, llenarse de marcas que lo diferencien de los que están debajo de él en la cadena social de su entorno. Buscará las camisas y zapatos de marca, para parecerse a los ricos triunfadores, en un acto de emulación que muchas veces es tragicómico, porque se compran bienes que no tienen sentido de ser usados en su entorno social, como equipos electrodomésticos suntuosos que no pueden ser empleados plenamente en sus casas precarias, así como teléfonos celulares de última generación muy costosos cuyas aplicaciones web o satelitales no requieren ellos para nada. Pero es cuestión de estatus, e incluso de atraer al objeto del deseo. Si deseo, si quiero, debo producir para poder atraer. Mientras más produzca, más posibilidades de conseguir amor tendré. En el caso masculino, la capacidad de protección que reflejen será un gran afrodisíaco. En el caso de las mujeres, la capacidad de proyectar belleza refinada –la cual es cara de mantener- obrará en el mismo sentido. Y una mujer bella y rica es algo verdaderamente enloquecedor, un arquetipo de las aspiraciones de la mayoría de las mujeres y de los deseos de una buena cantidad de hombres.
Esto en el caso del capitalismo, dentro del cual el consumismo es algo legítimo, y bien visto si no es exagerado al punto de quebrar las previsiones necesarias para la supervivencia digna a largo plazo de una familia o un sujeto.
Lo curioso sería contrastar esta configuración humana que los venezolanos conocemos muy bien y de cuyo virus casi todos estamos contagiados (el ser para el consumo), con el discurso y la propuesta de personalidad o tipo humano austero y no consumista, de sujeto con conciencia de clase, que propone el discurso ‘revolucionario’ venezolano.
Ya dijimos al principio de este trabajo que en el caso venezolano la ‘revolución’ está operando mediante mecanismos que históricamente han sido los del reformismo. Sabemos además que ciertos países comunistas han tratado de crear por la fuerza, intimidando, fusilando a los que se resistieran, un sujeto con conciencia revolucionaria: estos procesos han sido llamados, utilizando el caso chino como paradigmático, ‘revoluciones culturales’, revoluciones tendientes no a cambiar el modo de producción ya convertido en colectivista, sino tendientes a operar rápidamente un cambio en las conciencias de la mayoría para que se adapten o conviertan al modo de ser socialista, que traducido a los términos de este ensayo sería el modo de producir y consumir socialista, austero y no consumista.
En el caso venezolano, tampoco se percibe una revolución cultural a las puertas, en el sentido de la china, la cubana o la de Pol-Pot. Se trata por ahora de llamados a la austeridad, a deponer el egoísmo, y a no pensar que los estudios universitarios son una manera de ascender en la escalera socioeconómica, de llegar a poder tener casa propia, carro, y a consumir productos refinados. El consumismo es señalado por el gobierno como una corrupción del alma. Pero creemos que el orden es ligeramente al revés: que el alma de los aliados del gobierno se corrompe para ser consumista sin haber logrado los éxitos económicos y productivos que los altos niveles de consumo requieren. Es decir: la corrupción política y económica tan desatada entre los nuevos ricos del actual proceso es con miras al consumismo: al igual que los ladrones de los barrios, luego de robar –en este caso dineros públicos- lo primero que se hace es consumir de manera desenfrenada: coches de lujo, apartamentos ostentosos, maletas con centenares de miles de dólares saliendo del país y un largo etcétera.
Ciertamente ocurre una disonancia cognoscitiva cuando el gobierno llama a los pobres a no aspirar al consumismo ni a la mejora en su estatus socioeconómico, mientras los pobres contemplan el espectáculo de los nuevos ricos consumiendo desatadamente. Hay dos grados en esto: el tipo de empresario boliburgués que hace dinero negociando a través del Estado, que de alguna manera simplemente se ha convertido en un neo-capitalista. Supongo que este tipo de neo-empresario no genera malestar entre las mayorías de quienes apoyan el actual proceso. El segundo caso, el corrupto, es el que moralmente debe molestarles más y causarles más disonancia, al contemplar la actitud derrochadora como se comportan mientras le piden austeridad y le exigen no tener ambiciones a los más desasistidos.
Me importa poco el contenido moral de este dilema, aunque por supuesto que censuro la corrupción: me interesa más el análisis del resultado que esta actitud conlleva a la hora de crear un sujeto revolucionario como teóricamente debería exigir la ‘revolución’. Como ha señalado Raúl González Fabre (5) en un transparente artículo, es imposible edificar una revolución socialista sobre la base de una población acostumbrada o aspirante fervorosa a ser consumista, e inducida al consumismo por la misma conducta de los dirigentes políticos del gobierno. Simplemente: ¿quién va a hacer el papel de tonto renunciando a sus legítimas aspiraciones a un mejor nivel de vida mientras los dirigentes están desatados robando? Se predica también con el ejemplo, y no sólo hay que ser virtuoso, sino también parecerlo, como se le pedía a la esposa del César.
Volviendo a un terreno que concebimos como realista, y dilemas morales aparte, la revolución, el proceso o como quiera usted llamarlo, tiene una ardua disyuntiva: o iniciar en serio una revolución cultural como las sangrientas que vivieron China y Camboya, o resignarse a no poder construir una mayoría de ciudadanos con conciencia revolucionaria, no consumista, austera, es decir, renunciar a la creación de un sujeto o clase revolucionaria.
Las resistencias son tales dentro de su propio seno entre los recién enriquecidos y recién contagiados por un consumismo pavoroso, que no pareciera ello factible. Y estos ciudadanos que apoyan el proceso y que por ello se han enriquecido, tienen más en común con el alma de un opositor abiertamente capitalista, tienen una configuración humana más común con los llamados opositores escuálidos, que con los mártires del Al Fatah o los revolucionarios cubanos más convencidos e ideologizados.
Una revolución socialista consumista es un híbrido con pocas probabilidades de sobrevivir. Pero no se llenen de optimismo quienes esto lean y piensen que estoy tratando de mostrar un camino para derrotar ideológica o antropológicamente el proyecto autoritario que se cierne sobre Venezuela: ciertamente, usted puede colegir de todo lo antes dicho que hay que seguir promoviendo el consumismo entre los afectos al proceso, entre los médicos cubanos que vienen con una misión de adoctrinamiento, que no hay discurso más poderoso para disuadir a un revolucionario que un buen trozo de carne de primera con un buen whisky escocés, que hay que seguir ‘corrompiendo’ a los líderes del proceso. Eso es parte importante de este asunto, pero no llamo a la gente a esperanzas inconsistentes: todo lo anterior podría funcionar si realmente estuviéramos ante una revolución socialista en Venezuela, pero eso no es lo que se vislumbra. No estamos en una revolución, estamos ante un proceso reformista, en el cual se promueven cambios para mantenerse eternamente en el poder, como cualquier tiranía de derecha en Chile o Argentina en los ‘70 y ‘80. De manera que poco le importa al gobierno que la gente consuma o no, o que los revolucionarios se corrompan o no: no hay pureza ideológica, no hay convicciones, y por eso tampoco hay madera para mártires ni para grandes santones morales. Si permitir que los militares y los militantes se corrompan ayuda a mantener el poder porque los entretiene, pues se seguirá tolerando la corrupción y el consumismo como ha ocurrido hasta ahora.
Lo que se deduce entonces es que estamos ante un proyecto político autoritario –todo el poder para el proceso, mantenerse en el poder eternamente- pero desideologizado, sin capacidad de generar una sociedad con conciencia, un sujeto revolucionario. Como decía Fernando Mires, no estamos en una disyuntiva entre capitalismo y socialismo sino entre corrupción y transparencia, entre democracia versus militarismo autoritario y violento vestido de rojo.
Los socialismos reales que conocimos en el pasado tenían el doble imperativo se ser productivos y de generar además un sujeto revolucionario, y trataban de cumplirlo por las buenas o por las malas. El proceso venezolano es desideologizado, o al menos esquizofrénico e ignorante de esas experiencias recientes.
Si se aceptan con realismo las ligazones que existen entre el factor productividad y el factor consumo, que culturalmente se ha convertido entre nosotros en consumismo grave, si se acepta que estamos ante un proceso de reformas y no ante una revolución, pues nos estaremos acercando –al menos por los caminos por los cuales se quiere implementar el proyecto- al modelo noruego que mencionamos antes, pero con una gran diferencia: aquel socialismo se declara absolutamente democrático, y existe en el país menos corrupto del mundo, de acuerdo a los informes anuales de Transparencia Internacional.
Por la izquierda o por la derecha, por la revolución o por la reforma, sea Cuba o sea Noruega, la conducta consumista y corrupta de los líderes políticos de la revolución venezolana, así como su poca productividad en los roles que les asignan, está en contra de la prédica ideológica que los une e imposibilita la implementación exitosa de cualquiera de los modelos propuestos.

Notas

1.- Esto es muy necesario recalcarlo en Venezuela: los marxistas no se opondrían a las cooperativas, a las empresas de producción social u otras alternativas o complementos al capitalismo: pero para ellos la productividad seguiría siendo el combustible imprescindible para el buen funcionamiento del nuevo orden. Otra cosa es que en la realidad hayan fracasado sus modelos económicos de planificación centralista y monopolios estatales, pero la productividad no está reñida con el socialismo ni con las revoluciones, aunque los ‘revolucionarios’ venezolanos detesten el concepto por circunscribirlo –de manera errónea- solamente al ámbito del capitalismo. Luego de quebrar el Banco Central de Cuba, el Ché Guevara fue destituido, aunque nadie dudaba de sus convicciones revolucionarias. Se trataba de un asunto de productividad acerca del cual el realismo de Castro estaba muy claro.
2.- El caso soviético es el único que recuerdo de un imperio que en vez de saquear las riquezas de sus satélites es saqueado por éstos. Esa era la concepción del rol que debía cumplir la riqueza de aquella nación: el oro de Moscú se iba a países miserables y a guerras insólitas como las guerrillas venezolanas. El viejo Pedro Duno me contó en vida algunas de las peripecias que tuvo que hacer para traer dólares desde Moscú a Caracas para financiar el movimiento armado. Eran tiempos de la CIA y la KGB, y no se trataba de juegos, sino de actividades que te podían costar la vida. Llegaba el oro moscovita a Venezuela y luego se enviaba a la montaña: pero los muchachos en armas le decían a Duno: ‘Camarada, alguien se robó la plata en el camino, porque lo que nos llegó apenas fue una caja de latas de sardina’. Venezuela hoy día es un imperito –en ambos sentidos de la palabra: imperio chiquito e incompetente- cuya riqueza está siendo saqueada por países chiquitos y patéticos como Cuba y Bolivia. Y ni hablar de la corrupción izquierdista que ya denunciaban los camaradas ante el finado Pedro Duno: no hemos inventado nada.
3.- Vid. Massimo Desiato: Más allá del consumismo. Ediciones UCAB; Caracas, 2000.
4.- Por cierto, este comportamiento gubernamental de incentivar al consumo en momentos de crisis graves para devolver la confianza, también se usó luego de los atentados del 11 de Septiembre de 2002, cuando el alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, instó a los neoyorkinos a no quedarse encerrados y con miedo en casa, sino a salir a consumir para reforzar la economía de la ciudad. Nótese la diferencia cuando en Venezuela se hacen llamados a la austeridad, a no consumir suntuariamente: claro que quienes aquí vivimos sabemos que los camaradas revolucionarios son actualmente los que más consumen, porque tienen más dinero recién adquirido súbitamente, por lo que ya el lector vislumbrará los derroteros de este ensayo, al ir señalando el camino de una esquizofrenia entre el discurso socialista austero y el consumismo desenfrenado de los nuevos ricos bolivarianos.
5.- Vid. Raúl González Fabre: El socialismo a la venezolana: cinco problemitas, en SIC # 296, Marzo de 2007, pp. 61-65.

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